Probablemente es la lección
primera de esta crisis. No es que no lo supiéramos, pero la covid-19 nos
ha hecho tomar conciencia de esta gran verdad de nuestra vida. No somos
dioses, ni inmortales ni todopoderosos. Llevamos nuestra existencia en
frágiles vasijas de barro que, al primer descuido, se caen y se rompen.
Un virus, prácticamente invisible si no es a la lente del microscopio,
puede acabar con millones de vidas humanas.
Como consecuencia de
ello, todos hemos experimentado desconcierto, desánimo, incertidumbre e
incluso miedo. ¿Puede ser de otra manera cuando hemos sido visitados por
este cortejo de desdichas: la enfermedad en cuanto tal, el dolor en las
familias, la pobreza económica como consecuencia de la pérdida del
trabajo y, finalmente, la misma muerte?
La conciencia de nuestra vulnerabilidad, si es asumida con madurez humana y cristiana, ofrece la posibilidad de encarar las dificultades de una manera nueva, hasta el punto de que podemos hacer nuestras las palabras del apóstol Pablo: “cuando (reconozco que) soy débil, entonces soy fuerte” (2Corintios 12,10). Ojalá que nosotros podamos adquirir esta fortaleza interior para vivir el momento presente con plenitud de sentido.
Durante
esta emergencia sanitaria hemos experimentado de forma palmaria que no
podemos ni debemos vivir solos. Somos hermanos y estamos hechos para el
encuentro y la comunión.
Hemos podido comprobar que las comunidades
eclesiales son un espacio privilegiado para fortalecer, por una parte,
la comunión hacia dentro y, por otra, el compromiso con las personas que
están siendo más vulnerables en la actual situación de pandemia,
creando una auténtica “cultura del encuentro”.
En los días más
tristes y aciagos del confinamiento pudimos percibir como rayos de luz
tantísimos gestos que nos llegaban de nuestros familiares y amigos y, al
mismo tiempo, pudimos sentir también como hermanos a los sanitarios, a
los miembros de las fuerzas del orden, a los transportistas y otros
trabajadores, así como a los voluntarios afanados en cualquier tarea de
servicio a los demás.
De esta forma, se dio la paradoja de que
estábamos físicamente aislados pero espiritualmente conectados,
sabiéndonos miembros de una comunidad.
Aprovechamos esta ocasión para reconocer y agradecer a todas las instituciones y grupos eclesiales que han generado diversas iniciativas de solidaridad. Caritas, los servicios asistenciales de las parroquias y otros muchos colectivos eclesiales han dado y siguen dando respuestas de una generosidad extrema en la atención a quienes más lo necesitan.
Después de los
meses en los que estuvieron cerrados los templos al culto público y de
la posterior limitación de los aforos, ahora invitamos a todos a volver
con alegría a la casa del Señor para encontrar en la Eucaristía y en los
demás sacramentos el alimento de nuestra vida cristiana. No es prudente
suplir, más allá del tiempo necesario, la participación personal en la
liturgia eclesial con otros medios excepcionales, por ejemplo
telemáticos.
Por otra parte, hay que evitar restricciones arbitrarias
o que se limiten los derechos de los fieles. En concreto, por más que
sea preferible la comunión en la mano por razón de la situación, no
puede prohibirse la comunión en la boca, como ha ocurrido en algunas
ocasiones, a veces incluso cuando el fiel estaba ya a punto de
recibirla. Confiamos al buen sentido pastoral de los sacerdotes que
procuren fórmulas que permitan vivir con paz y sin tensión un momento
como ése, de particular intensidad espiritual.
Queremos agradecer
expresamente a los sacerdotes y a los fieles el esfuerzo realizado por
adecuar los espacios litúrgicos y el comportamiento de todos a las
indicaciones sanitarias, consiguiendo, de esta forma, celebraciones
seguras, gozosas y bien dispuestas, como corresponde a la casa del
Señor.
Esta misma voluntad de crear espacios seguros, serenos y
fraternos es la que tiene que animar la organización de las catequesis y
de otros encuentros pastorales, según las indicaciones ofrecidas a este
respecto por nuestras diócesis.
En el dinamismo al que nos invita el Papa en su encíclica Fratelli Tutti, especialmente en el capítulo segundo, animamos a que nuestras comunidades parroquiales sean oasis de misericordia, activas en la rehabilitación y el auxilio de nuestras ciudades y pueblos extremeños, incansables en la labor de incluir, integrar, levantar al caído, haciéndonos “próximos” de quien nos necesita.
Metidos de lleno
en lo que se ha dado en llamar “la segunda ola”, la evolución de la
situación en estos últimos meses nos obliga a recordar a todos la
responsabilidad con la que hemos de vivir la situación presente,
procurando un comportamiento sensato, prudente pero sin miedo, capaz de
encontrar los
medios oportunos para cuidar la salud propia, pero
también la de los hermanos. Y no sólo la salud física sino también la
psicológica y la espiritual.
Así, por ejemplo, cuando se nos está
hablando de la distancia social o interpersonal, además del valor
propiamente sanitario, este comportamiento supone un alto grado de
responsabilidad, pues esa distancia no supone ruptura o separación sino,
más bien, respeto y consideración al otro, de cuya salud y bienestar yo
he de sentirme responsable. Este cuidado termina siendo una forma
exquisita de caridad. Se crea, en fin, una cadena de cuidados, que
empieza por uno mismo, sigue por los otros y termina en el cuidado de la
entera creación, completando así el círculo de lo que el papa Francisco
ha calificado, en su encíclica Laudato si’, como “ecología integral”.
Animamos, pues, al cumplimiento responsable de las normas dictadas por las autoridades sanitarias en su vocación de servicio a la sociedad y, en tal sentido, merecedoras del reconocimiento y gratitud de todos los ciudadanos, que esperan de ellas transparencia y unidad. Como ha recordado recientemente el papa Francisco en su encíclica Fratelli Tutti, “la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo” (núm. 178).
La crisis actual puede ahondar
una sutil especie de fatiga, que podríamos llamar “cansancio de la
esperanza”, un cansancio paralizante que a veces pone en duda la
viabilidad misma de la vida cristiana en el momento presente y hace que
se instale un gris pragmatismo y comodidad en las comunidades y en los
propios sacerdotes.
Creemos, sin embargo, que es la hora de todo lo
contrario. Los Consejos pastorales parroquiales son un espacio
privilegiado para buscar, entre todos, caminos audaces para revitalizar
la tarea evangelizadora. Con esta crisis debería abrirse un tiempo
nuevo. En su carta del día 31 de mayo a los sacerdotes de Roma el Santo
Padre decía:
“La fe nos permite una realista y creativa imaginación
capaz de abandonar la lógica de la repetición, sustitución o
conservación; nos invita a instaurar un tiempo siempre nuevo: el tiempo
del Señor”.
Como “aviso para navegantes”, en su reciente encíclica Fratelli Tutti Francisco advierte:
“Olvidamos rápidamente las lecciones de la historia, «maestra de vida». Pasada la crisis sanitaria, la peor reacción sería la de caer aún más en una fiebre consumista y en nuevas formas de autopreservación egoísta. Ojalá que al final ya no estén “los otros”, sino sólo un “nosotros”. Ojalá no se trate de otro episodio severo de la historia del que no hayamos sido capaces de aprender. Ojalá no nos olvidemos de los ancianos que murieron por falta de respiradores, en parte como resultado de sistemas de salud desmantelados año tras año. Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros, para que la humanidad renazca con todos los rostros, todas las manos y todas las voces, más allá de las fronteras que hemos creado” (núm. 35).
No podemos
terminar sin la invitación a poner nuestra confianza en el Señor, para
“no afligirnos como personas sin esperanza” (1Tesalonicenses 4,13).
Los
desterrados que volvían a Sion desde Babilonia, probablemente con más
pena que gloria, esperaban signos y portentos como los que, según su
tradición, habían acaecido en el éxodo, a la salida de Egipto. Por eso
el profeta les tiene que advertir: “No recordéis lo de antaño, no
penséis en lo antiguo”. En lugar de mirar hacia atrás, el Señor los
invita a mirar adelante: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está
brotando, ¿no lo notáis?” (Isaías 43,18). ¿No será también la
advertencia que el Señor nos hace aquí y ahora?
Por eso, confiamos en
que, a pesar de los estragos de este maldito virus, podremos sentir
real y cierto el anuncio del Señor: “Mira, yo hago nuevas todas las
cosas” (Apocalipsis 21,5). Ese grito de victoria viene inmediatamente
después de estas palabras:
“Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya
no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor, porque lo primero ha
desaparecido” (versículo 4).
Creemos que “para los que aman a Dios
todo les sirve para el bien” (Romanos 8, 28), hasta el punto de que
esperamos el “milagro” de que un virus tan inhumano termine por
servirnos para ser más humanos y más hermanos.
No apoyamos, pues,
nuestra esperanza en un fatuo cálculo de probabilidades ni en la
estadística de los números. Nuestra esperanza está en Dios, en su amor,
en su misericordia. A Él confiamos también a los científicos e
investigadores que trabajan por encontrar una vacuna o una terapia
eficaz, así como a los responsables políticos, económicos y sociales que
buscan soluciones que mitiguen las secuencias negativas de la pandemia.
En
estos meses hemos vuelto muchas veces nuestro recuerdo a Santa María de
Guadalupe, patrona de Extremadura, “vida, dulzura y esperanza nuestra”
para que nos muestre, una vez más, a Jesús, “fruto bendito de tu
vientre. Amén”.
Con nuestro afecto y bendición.
Celso Morga Iruzubieta, Arzobispo de Mérida-Badajoz
José L. Retana Gozalo, Obispo de Plasencia
Diego Zambrano López, Administrador Diocesano de Coria-Cáceres
Badajoz/Cáceres/Plasencia, 19 de octubre de 2020,
fiesta de San Pedro de Alcántara, patrono de Extremadura