El Papa a los miembros de la Federación de Colegios Profesionales
de Enfermeros (IPASVI)
3 de marzo de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me complace encontraros y, antes que nada, quisiera expresar mi
reconocimiento y mi estima por el trabajo tan valioso que desarrolláis hacia
tantas personas y por el bien de toda la sociedad. Gracias, ¡muchas gracias! (…)
Es realmente insustituible el papel de los enfermeros en la asistencia
al enfermo. Como ningún otro, el enfermero tiene una relación directa y
continua con los paciente, les cuida cotidianamente, escucha sus necesidades y
entra en contacto con su mismo cuerpo, que se ocupa de ellos. Es peculiar el
acercamiento al cuidado que realizáis con vuestra acción, haciéndoos cargo
integralmente de las necesidades de las personas, con esa típica premura que
los pacientes os reconocen y que representa una parte fundamental en el proceso
de curación y sanación.
El código deontológico internacional de enfermería, en el que se
inspira también el italiano, individua cuatro tareas fundamentales de vuestra
profesión: «promover la salud, prevenir la enfermedad, restablecer la salud y
aliviar el sufrimiento» (Introducción). Se trata de funciones complejas y
múltiples, que afectan a todas las áreas de las curas, y que se llevan a cabo
en colaboración con otros profesionales del sector. El carácter tanto curativo
como preventivo, de rehabilitación y paliativo de vuestra acción requiere de
vosotros un alto nivel de profesionalidad, lo que requiere especialización y
actualización, debido a la evolución constante de la tecnología y de las curas.
Esta profesionalidad, sin embargo, no solo se manifiesta en el ámbito
técnico, sino también, y quizás aún más, en la esfera de las relaciones
humanas. Al estar en contacto con los médicos y familiares, así como con los
enfermos, os convertís, en los hospitales, en las clínicas y en los hogares, en
el cruce de caminos de miles de relaciones que requieren atención, experiencia
y consuelo. Y es precisamente en esta síntesis de habilidades técnicas y
sensibilidad humana donde se manifiesta plenamente el valor y la valía de
vuestro trabajo.
Al cuidar a mujeres y hombres, niños y ancianos, en todas las etapas de
su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, participáis en una escucha
continua, encaminada a comprender cuáles son las necesidades de ese enfermo, en
la etapa que está atravesando. De hecho, frente a la singularidad de cada
situación, nunca es suficiente seguir una fórmula, sino que se requiere un continuo —¡y fatigoso!— esfuerzo
de discernimiento y atención a cada persona . Todo esto hace de vuestra
profesión una misión verdadera y propia, y de vosotros «expertos en humanidad»,
llamados a realizar una tarea irreemplazable de humanización en una sociedad
distraída, que demasiado a menudo deja en sus márgenes a las personas más
débiles, y se interesa solamente de los que «valen» o cumplen con los criterios
de eficiencia o de ganancia. Que la sensibilidad que adquirís estando día a día
en contacto con los pacientes haga de vosotros promotores de la vida y la
dignidad de las personas. Sed capaces de reconocer los límites correctos de la
técnica, que nunca pueden convertirse en un absoluto y relegar la dignidad
humana a un segundo plano. Prestad atención al deseo, que a veces no se
expresa, de espiritualidad y asistencia religiosa, que representa para muchos
pacientes un elemento esencial de sentido y de serenidad de la vida, aún más
urgente en la fragilidad debida a la enfermedad.
Para la Iglesia, los enfermos son personas en las que de modo especial
está presente Jesús, que se identifica en ellos cuando dice: «estaba enfermo y
me visitasteis» (Mateo 25, 36). en todo su ministerio, Jesús estuvo cerca de
los enfermos, se acercó a ellos con amor y a muchos los sanó. Al encontrarse
con el leproso que le pide que le cure, extiende su mano y la toca (cf. Mateo
8, 2-3). No se nos debe escapar la importancia de este simple gesto: la ley
mosaica prohibía tocar a los leprosos y les prohibía a ellos acercarse a los
lugares habitados. Pero Jesús va al corazón de la ley, que encuentra su
compendio en el amor del prójimo y tocando al leproso reduce la distancia con
él, para que ya no esté separado de la comunidad de los hombres y perciba, a
través de un simple gesto, la cercanía de Dios mismo. Así, la sanación que
Jesús le da no es solo física, sino que alcanza el corazón porque el leproso no
solo ha sido sanado sino que se ha sentido también amado. No os olvidéis de la
«medicina de las caricias»: ¡es muy importante! Una caricia, una sonrisa, está
llena de significado para el enfermo. Es simple el gesto, pero lo lleva arriba,
se siente acompañado, siente cercana la sanación, se siente persona, no un
número. No lo olvidéis.
Estando con los enfermos y ejerciendo vuestra profesión, vosotros
mismos tocáis a los enfermos y, más que cualquier otro, cuidáis de su cuerpo.
Cuando lo hagáis acordaos de cómo Jesús tocó al leproso: de una manera que no
fue distraída, indiferente o molesta, sino atenta y amorosa, que le hizo
sentirse respetado y cuidado. Haciéndolo así, el contacto que se establece con
los pacientes les da como una reverberación de la cercanía de Dios Padre, de su
ternura por cada uno de sus hijos. Precisamente la ternura: la ternura es la
«clave» para entender a los enfermos. Con la dureza no se entiende al enfermo.
La ternura es la clave para entenderlos y también es una medicina preciosa para
su curación. Y la ternura pasa del corazón a las manos, pasa por un «tocar» las
heridas lleno de respeto y amor.
Hace años, un religioso me confió que la frase más conmovedora que le
habían dirigido en la vida fue una de un enfermo, al que había asistido en la
fase terminal de su enfermedad. «Le agradezco, padre —le había dicho— porque
usted siempre me ha hablado de Dios, aunque sin nombrarlo nunca»: esto hace la
ternura. He aquí la grandeza del amor que dirigimos a los demás, que lleva
escondido en sí, incluso si no lo pensamos, el amor mismo de Dios.
Nunca os canséis de estar cerca de las personas con este estilo humano
y fraternal, encontrando siempre la motivación y el impulso para llevar a cabo
vuestra tarea. Tened cuidado, sin embargo, de no gastaros casi hasta
consumiros, como sucede si se está involucrado en la relación con los pacientes
hasta el punto de hacerse absorber, viviendo en primera persona todo lo que les
sucede. El vuestro es un trabajo cansado, además de estar expuestos a riesgos e
involucrarse excesivamente, junto con la dureza de las tareas y los turnos,
podría haceros perder la frescura y la serenidad que necesitáis. ¡Tened
cuidado! Otro elemento que hace que desempeñar vuestra profesión sea laborioso
y en ocasiones insostenible es la falta de personal, que no ayuda a mejorar los
servicios ofrecidos, y que una buena administración no puede considerar en modo
alguno como una fuente de ahorro.
Consciente de la exigente tarea que lleváis a cabo, aprovecho esta
oportunidad para exhortar a los pacientes a que nunca den por descontado lo que
reciben de vosotros. También vosotros, enfermos, prestad atención a la
humanidad de los enfermeros que os asisten. Pedid sin exigir; no esperéis solo
una sonrisa, sino ofrecedla también a quienes se dedican a vosotros. En este
sentido, una anciana me dijo que, cuando va al hospital para las curas que
necesita, está tan agradecida a los médicos y a los enfermeros por su trabajo,
que trata de ponerse elegante y guapa para devolverles a su vez algo. Que nadie
dé por sentado lo que los enfermeros hacen por él o ella, sino que alimente
siempre por vosotros el sentido de respeto y gratitud que se os debe.
Y con vuestro permiso, me gustaría rendir homenaje a una enfermera que
me salvó la vida. Era una monja enfermera: una monja italiana, dominica, a la
que mandaron a Grecia como profesora, muy culta… Pero también como enfermera
vino después a Argentina. Y cuando yo, con veinte años, estaba a punto de
morir, fue ella la que dijo a los médicos, incluso discutiendo con ellos: «No,
esto no funciona, hay que darle más». Y gracias a estas cosas, sobreviví. ¡Se
lo agradezco tanto! Se lo agradezco. Y quisiera mencionarla aquí, ante
vosotros: Sor Cornelia Caraglio. Una mujer buena, valiente, hasta llegar a
contradecir a los médicos. Humilde, pero segura de lo que hacía. ¡Y tantas
vidas se salvan gracias a vosotros! Porque estáis todo el día allí, y veis lo
que le pasa al enfermo. Gracias por todo esto.
Mientras os saludo, expreso mi esperanza de que el Congreso que
celebraréis en los próximos días sea una fructífera ocasión para reflexionar,
confrontar y compartir. Invoco la bendición de Dios sobre todos vosotros; y
vosotros también, por favor, rezad por mí.
Y ahora, en silencio, porque sois de diversas confesiones religiosas,
en silencio recemos a Dios, Padre de todos nosotros, para que nos bendiga.
¡El Señor bendiga a todos vosotros y a los enfermos a los que cuidáis!
¡Gracias!