Queridos hermanos y hermanas:
Con motivo de su Día Internacional, quisiera dirigirme directamente a ustedes que viven con algún tipo de discapacidad, para decirles que la Iglesia los ama y necesita de cada uno de ustedes para cumplir su misión al servicio del Evangelio.
Jesús, el amigo
¡Jesús es nuestro amigo! Él mismo lo dijo a sus discípulos en la última cena (cf. Jn 15,14). Sus palabras llegan hasta nosotros, iluminando el misterio de nuestro vínculo con Él y nuestra pertenencia a la Iglesia. «La amistad con Jesús es inquebrantable. Él nunca se va, aunque a veces parece que hace silencio. Cuando lo necesitamos se deja encontrar por nosotros y está a nuestro lado por donde vayamos» (Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 154).
Los cristianos hemos recibido un don: el acceso al corazón de Jesús y la amistad con Él. Es un privilegio con el que hemos sido bendecidos y que se convierte en nuestra llamada, ¡nuestra vocación es ser sus amigos! Tener a Jesús como amigo es el mayor de los consuelos y puede hacer de cada uno de nosotros un discípulo agradecido y alegre, capaz de dar testimonio de que la propia fragilidad no es un obstáculo para vivir y comunicar el Evangelio.
La confianza y la amistad personal con Jesús pueden ser la clave espiritual para aceptar las limitaciones que todos experimentamos y para vivir nuestra condición de forma reconciliada. Pueden suscitar una alegría que «llena el corazón y la vida entera» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1) porque, como escribió un gran exégeta, la amistad con Jesús es «una chispa que enciende el fuego del entusiasmo».
La Iglesia es su casa
El Bautismo hace que cada uno de nosotros seamos miembros de pleno derecho de la comunidad eclesial y, sin exclusión ni discriminación, nos da la posibilidad de exclamar: “¡Soy Iglesia!”. La Iglesia, de hecho, es la casa de ustedes. Nosotros, todos juntos, somos Iglesia porque Jesús ha elegido ser nuestro amigo. La Iglesia —queremos aprenderlo cada vez más en el proceso sinodal que hemos emprendido— «no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón» (Catequesis, 13 abril 2016).En este pueblo, que avanza a través de los acontecimientos de la historia guiado por la Palabra de Dios, «todos son protagonistas, nadie puede ser considerado un mero figurante» (A los fieles de Roma, 18 septiembre 2021). Por ello, cada uno de ustedes está llamado también a aportar su propia contribución en el camino sinodal. Estoy convencido de que, si es realmente «un proceso eclesial participado e inclusivo», la comunidad eclesial se verá verdaderamente enriquecida.
Por desgracia, aún hoy muchos de ustedes «son tratados como cuerpos extraños en la sociedad. [...] Sienten que existen sin pertenecer y sin participar», y «hay todavía mucho que les impide tener una ciudadanía plena» (Carta enc. Fratelli tutti, 98). La discriminación sigue estando demasiado presente en varios niveles de la vida social; se alimenta de los prejuicios, la ignorancia y una cultura que lucha por comprender el valor inestimable de cada persona.
En particular, seguir considerando la discapacidad —que es el resultado de la interacción entre las barreras sociales y las limitaciones de cada persona— como si fuera una enfermedad, contribuye a mantener sus vidas separadas y alimenta el estigma en su contra.
En lo que respecta a la vida de la Iglesia, «la peor discriminación [...] es la falta de atención espiritual» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 200), que a veces se ha manifestado en la negación del acceso a los sacramentos que, por desgracia, algunos de ustedes han experimentado. El Magisterio es muy claro en este asunto y recientemente el Directorio para la Catequesis declaró explícitamente que «nadie puede negar los sacramentos a las personas con discapacidad» (n. 272).
Frente a la discriminación, es precisamente la amistad de Jesús, que todos recibimos como un don inmerecido, la que nos redime y nos permite experimentar las diferencias como una riqueza. En efecto, Jesús no nos llama siervos, mujeres y hombres de dignidad a medias, sino amigos, confidentes dignos de conocer todo lo que Él ha recibido del Padre (cf. Jn 15,15).
En tiempo de prueba
La amistad de Jesús nos protege en el tiempo de la prueba. Soy consciente de que la pandemia de Covid-19, de la que estamos luchando por salir, ha tenido y sigue teniendo repercusiones muy duras en la vida de muchos de ustedes.
Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de permanecer en casa durante largos periodos; a la dificultad que tienen muchos estudiantes con discapacidad para acceder a las herramientas de aprendizaje a distancia; a los servicios de atención al público que se interrumpieron durante mucho tiempo en muchos países; y a muchas otras dificultades que cada uno de ustedes ha tenido que afrontar. Pero, sobre todo, pienso en los que viven en centros residenciales y en el sufrimiento que ha supuesto la separación forzosa de sus seres queridos.
En estos lugares el virus ha sido muy violento y, a pesar de la dedicación del personal, se ha cobrado demasiadas víctimas. Sepan que el Papa y la Iglesia están cerca de ustedes de manera especial, con afecto y ternura. La Iglesia está al lado de todos los que siguen luchando contra el coronavirus. Como siempre, la Iglesia insiste en la necesidad de que todos sean atendidos, sin que la discapacidad sea un obstáculo para acceder a los mejores cuidados disponibles.
En este sentido, algunas conferencias episcopales —como las de Inglaterra y Gales y la de Estados Unidos— ya han intervenido para pedir que se respete el derecho de todos a ser tratados sin discriminación.
El Evangelio es para todos
Nuestra vocación también deriva de nuestra amistad con el Señor, que nos ha elegido para que demos mucho fruto y que nuestro fruto permanezca (cf. Jn 15,16). Presentándose como la verdadera Vid, quiso que cada sarmiento, unido a Él, pudiera dar fruto. Sí, Jesús quiere que alcancemos «la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 1).
El Evangelio también es para ti. Es una Palabra dirigida a todos, que consuela y, al mismo tiempo, llama a la conversión. El Concilio Vaticano II, hablando de la llamada universal a la santidad, enseña que «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad [...]. En el logro de esta perfección empeñen los fieles las fuerzas recibidas según la medida de la donación de Cristo, a fin de que, [...] se entreguen con toda su alma a la gloria de Dios y al servicio del prójimo» (Const. dogm. Lumen gentium, 40).Los Evangelios nos dicen que cuando algunas personas con discapacidad conocieron a Jesús, sus vidas cambiaron profundamente y comenzaron a ser sus testigos. Es el caso, por ejemplo, del ciego de nacimiento que, curado por Jesús, afirmó con valentía delante de todos que era un profeta (cf. Jn 9,17); y muchos otros proclamaron con alegría lo que el Señor había hecho por ellos. Sé que algunos de ustedes viven en condiciones extremadamente frágiles.
Pero me gustaría dirigirme a ustedes —quizá pidiendo, cuando sea necesario, a sus familiares o a las personas más cercanas a ustedes que les lean estas palabras o que les transmitan este llamamiento que hago— y pedirles que recen. El Señor escucha atentamente la oración de los que confían en Él. Que nadie diga: “No sé rezar”, porque, como dice el Apóstol, «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, porque como no sabemos orar como conviene, él mismo intercede por nosotros con gemidos inexplicables» (Rm 8,26).
En los Evangelios, de hecho, Jesús escucha a los que se dirigen a Él incluso de forma aparentemente inadecuada, quizá sólo con un gesto (cf. Lc 8,44) o un grito (cf. Mc 10,46). En la oración hay una misión accesible a todos, y me gustaría encomendársela a ustedes de manera especial. No hay nadie tan frágil que no pueda rezar, adorar al Señor, dar gloria a su santo Nombre e interceder por la salvación del mundo. Ante el Todopoderoso todos nos descubrimos iguales.
Queridos hermanos y hermanas, su oración es hoy más urgente que nunca. Santa Teresa de Ávila escribió que «cuando los tiempos son recios, son necesarios amigos fuertes de Dios para sostener a los flojos». La época de la pandemia nos ha mostrado claramente que todos somos vulnerables, «nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos»[6]. La primera forma de hacerlo es rezar.
Todos podemos hacerlo; e incluso si, como Moisés, necesitamos que nos sostengan (cf. Ex 17,10), estamos seguros de que el Señor escuchará nuestra súplica. Les deseo lo mejor. Que el Señor los bendiga y la Virgen Santa los proteja.
Roma, San Juan de Letrán, 20 de noviembre de 2021
FRANCISCO