MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA EL DÍA INTERNACIONAL DE LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD
3 de diciembre
Queridos hermanos y hermanas:
Todos nosotros, como diría el apóstol Pablo, llevamos el tesoro de la vida en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7), y el Día Internacional de las Personas con Discapacidad nos invita a comprender que nuestra fragilidad no ofusca de ningún modo el resplandor del «Evangelio de la gloria de Cristo», más bien revela «que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios» ( 2 Co 4,4.7). A cada uno, sin méritos ni distinciones, se nos ha dado el evangelio íntegro y, con él, la gozosa misión de anunciarlo. «Todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 121). Por eso, comunicar el evangelio no es una tarea reservada sólo a algunos, sino que es una necesidad imprescindible de cualquier persona que haya experimentado el encuentro y la amistad con Jesús. [1]
La confianza en el Señor, la experiencia de su ternura, el consuelo de su compañía no son privilegios reservados a unos pocos, ni prerrogativas de quienes han recibido una formación cuidadosa y prolongada. Por el contrario, su misericordia se deja conocer y encontrar de manera muy particular a quienes no se fían de sí mismos y sienten la necesidad de abandonarse en el Señor y de compartir con los hermanos. Se trata de una sabiduría que crece a medida que aumenta la conciencia del propio límite, y que permite valorar aún más la decisión de amor del Omnipotente de abajarse hacia nuestra debilidad. Es una conciencia que nos libera de la tristeza de la queja —incluso cuando hay motivos— y permite al corazón abrirse a la alabanza. La alegría que llena el rostro de los que encuentran a Jesús y le confían la propia existencia no es una ilusión o fruto de la ingenuidad, sino la irrupción de la fuerza de su Resurrección en una vida marcada por la fragilidad.
Se trata de un auténtico magisterio de la fragilidad que, si fuera escuchado, haría nuestras sociedades más humanas y fraternas, induciendo a cada uno de nosotros a comprender que la felicidad es un pan que no se come a solas. ¡Cuánto nos ayudaría la conciencia de necesitarnos los unos a los otros para tener relaciones menos hostiles con quienes están a nuestro lado! Y la constatación de que tampoco los pueblos se salvan solos, ¡cuánto nos impulsaría a buscar soluciones para los conflictos insensatos que estamos viviendo!
Hoy queremos recordar el sufrimiento de todas las mujeres y de todos los hombres con discapacidad que viven en situaciones de guerra, o de aquellos que están sobrellevando una discapacidad a causa de los enfrentamientos. ¿Cuántas personas —en Ucrania y en los otros escenarios de guerra— permanecen confinadas en los lugares donde se combate y ni siquiera tienen la posibilidad de huir? Es necesario brindarles una atención especial y facilitarles el acceso a las ayudas humanitarias por todos los medios.
El magisterio de la fragilidad es un carisma con el que ustedes —hermanas y hermanos con discapacidad— pueden enriquecer a la Iglesia. Vuestra presencia «puede ayudar a transformar las realidades en las que vivimos, haciéndolas más humanas y acogedoras. Sin vulnerabilidad, sin límites, sin obstáculos que superar, no habría verdadera humanidad». [2] Por eso me alegra que el camino sinodal esté siendo una ocasión propicia para que también se escuche finalmente vuestra voz, y que el eco de esa participación haya llegado al documento preparatorio para la etapa continental del Sínodo. En este se afirma: «Numerosas síntesis señalan la falta de estructuras y formas adecuadas para acompañar a las personas con discapacidad y reclaman nuevos modos para acoger sus aportaciones y promover su participación. A pesar de sus propias enseñanzas, la Iglesia corre el peligro de imitar el modo en que la sociedad deja de lado a estas personas. Las formas de discriminación enumeradas —la falta de escucha, la violación del derecho a elegir dónde y con quién vivir, la negación de los sacramentos, la acusación de brujería, los abusos— y otras, describen la cultura del descarte en relación a las personas con discapacidad. No surgen por casualidad, sino que tienen en común la misma raíz: la idea de que la vida de las personas con discapacidad valga menos que la de los demás». [3]
El Sínodo, con su invitación a caminar juntos y a escucharnos mutuamente, nos ayuda sobre todo a comprender cómo en la Iglesia —también en lo que se refiere a la discapacidad— no existe un nosotros y un ellos, sino un único nosotros, con Jesucristo en el centro, donde cada uno lleva sus propios dones y sus propios límites. Dicha conciencia, fundada en el hecho de que todos somos parte de la misma humanidad vulnerable asumida y santificada por Cristo, elimina cualquier distinción arbitraria y abre las puertas a la participación de cada bautizado en la vida de la Iglesia. Pero, más aún, allí donde el Sínodo ha sido verdaderamente inclusivo, ha permitido derribar prejuicios arraigados. Son, en efecto, el encuentro y la fraternidad los que abaten los muros de la incomprensión y vencen la discriminación; por eso espero que cada comunidad cristiana se abra a la presencia de hermanas y hermanos con discapacidad asegurándoles siempre la acogida y la plena inclusión.
Que se trate de una condición que respecta a nosotros, no a ellos, se descubre cuando la discapacidad, de manera temporal o por el natural proceso de envejecimiento, nos afecta a nosotros mismos o a alguno de nuestros seres queridos. En esta situación comenzamos a mirar la realidad con ojos nuevos, y nos damos cuenta de la necesidad de derribar también esas barreras que antes parecían insignificantes. Sin embargo, todo esto no daña la certeza de que cualquier condición de discapacidad —temporal, adquirida o permanente— no modifica de ninguna manera nuestra naturaleza de hijos del único Padre ni altera nuestra dignidad. El Señor nos ama a todos con el mismo amor tierno, paternal e incondicional.
Queridos hermanos y hermanas, les agradezco las iniciativas con las que animan este Día Internacional de las Personas con Discapacidad, a quienes acompaño con mi oración. Los bendigo a todos ustedes de corazón y les pido, por favor, que recen por mí.
Roma, San Juan de Letrán, 3 de diciembre de 2022
FRANCISCO
A un grupo de personas con discapacidad con motivo del Día Internacional de las Personas con Discapacidad
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Me complace encontrarme con ustedes hoy, con motivo del Día Mundial de las Personas con Discapacidad. Agradezco al arzobispo Giuseppe Baturi por sus palabras y también por el compromiso de las Iglesias en Italia de mantener viva la atención a las personas con discapacidad, con una acción pastoral activa e inclusiva. Promover el reconocimiento de la dignidad de cada persona es una responsabilidad constante de la Iglesia: es la misión de continuar en el tiempo la cercanía de Jesucristo a cada hombre y mujer, especialmente a los más frágiles y vulnerables. El Señor está cerca.
Acoger a las personas con discapacidad y responder a sus necesidades es un deber de las comunidades civil y eclesial, porque la persona humana, "aun cuando su mente o sus capacidades sensoriales e intelectuales estén lesionadas, es un sujeto plenamente humano, con los derechos sagrados e inalienables propiedades de toda criatura humana» (San JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el Simposio “Dignidad y derechos de la persona con discapacidad”, 8 de enero de 2004).
Esta fue la mirada de Jesús sobre las personas con las que se encontraba: una mirada de ternura y misericordia sobre todo para aquellos que estaban excluidos de la atención de los poderosos e incluso de las autoridades religiosas de su tiempo. Por eso, cada vez que la comunidad cristiana transforma la indiferencia en proximidad -esta es una verdadera conversión: transformar la indiferencia en proximidad y cercanía-, cada vez que la Iglesia hace esto y transforma la exclusión en pertenencia, cumple su misión profética. En efecto, no basta con defender los derechos de las personas; es necesario trabajar para responder también a sus necesidades existenciales, en las diversas dimensiones, corporal, psíquica, social y espiritual. En efecto, todo hombre y toda mujer, en cualquier condición en que se encuentre, es portador no sólo de derechos que deben ser reconocidos y garantizados, sino también de necesidades aún más profundas, como la necesidad de pertenencia, de relacionarse y de cultivar la vida espiritual hasta el punto de experimentar su plenitud y bendecir al Señor por este don irrepetible y maravilloso.
Generar y apoyar comunidades inclusivas -esta palabra es importante, inclusiva, siempre- significa, entonces, eliminar toda discriminación y satisfacer concretamente la necesidad de cada persona de sentirse reconocida y de sentirse parte. No hay inclusión, en efecto, si falta la experiencia de la fraternidad y de la mutua comunión. No hay inclusión si se queda en un eslogan, una fórmula para ser utilizada en discursos políticamente correctos, una bandera para apropiarse. No hay inclusión si no hay conversión en las prácticas de convivencia y relación.
Es necesario garantizar el acceso de las personas con discapacidad a los edificios y lugares de encuentro, hacer accesibles los idiomas y superar las barreras físicas y los prejuicios. Pero esto no es suficiente. Es necesario promover una espiritualidad de comunión, para que todos se sientan parte de un cuerpo, con su personalidad irrepetible. Sólo así cada uno, con sus limitaciones y talentos, se sentirá animado a poner de su parte por el bien de todo el cuerpo eclesial y por el bien de toda la sociedad.
Deseo que todas las comunidades cristianas sean lugares donde la "pertenencia" y la "inclusión" no se queden en palabras para pronunciar en determinadas ocasiones, sino que se conviertan en un objetivo de la acción pastoral ordinaria. Así podremos ser creíbles cuando proclamemos que el Señor ama a todos, que es salvación para todos e invita a todos a la mesa de la vida, sin excluir a nadie.
Me llama tanto la atención cuando el Señor cuenta la historia de aquel hombre que había celebrado las bodas de su hijo y los invitados no acudieron (cf. Mt 22,1-14). Llama a los sirvientes y les dice: "Vayan a la encrucijada y tráiganlos a todos". “Todos” dice el Señor: jóvenes, viejos, enfermos, no enfermos, pequeños, viejos, pecadores y no pecadores… ¡Todos, todos, todos! Este es el Señor: todos, sin exclusión. La Iglesia es la casa de todos, el corazón del cristiano es la casa de todos, sin excepción. Tenemos que aprender esto. Estamos, a veces, un poco tentados a tomar el camino de la exclusión. No: inclusión. El Señor nos ha enseñado: a todos. “Pero esto es malo, esto es tan…”. Todos, todos. La inclusión.
Queridos hermanos y hermanas, en este tiempo, en el que escuchamos cada día informes de guerra, vuestro testimonio es un signo concreto de paz, un signo de esperanza para un mundo más humano y fraterno, para todos. ¡Adelante en este camino! Los bendigo cordialmente y rezo por ustedes. ¡Gracias por lo que haces, gracias! Y les pido que oren por mí. ¡Gracias!